viernes, 10 de agosto de 2007

La madrugada que tal vez no vuelva


La madruga jerezana es una noche de contrastes. Del árbol de mi memoria se desprenden imágenes varias como frutos maduros por el tiempo y la retina. Recuerdo un negro ruán nocturno por la calle Barjas camino de San Miguel y el goteo constante de penitentes desprovistos de sortijas y mano en pecho ante la llamada de las campanas de la Parroquia. Recuerdo el silencio sepulcral de las 2 de la mañana, el silencio del Silencio. Silencio de cruz de guía en plata de ley y silencio de hace 30 años. Allí, en esa misma plaza y ante esos mismos nazarenos sintió mi madre la juventud inquieta de sus trasnochadas madrugadas. Hoy 30 años después el mismo silencio bruscamente interrumpido por la saeta oportuna y por el rachear costalero. El mismo momento y la misma hora. Y los ecos de la Yedra bajando por Molineros.

San Francisco era un silencio distinto. Era un blanco impoluto de pureza divina de su Esperanza con los mismos sonidos y la misma quietud. Pasaba por la Rotonda en solitario como no queriendo despertar los sueños de quien no entiende que una vez al año hay que velar la Madrugada. Sonaban a gloria el crujir de esos varales con el palio bordado mientras que su exiguo cortejo de nazarenos avanzaba presto por la calle Larga.

Y cuando aún podíamos seguir intuyendo la estela brillante del soberbio manto de la Esperanza ya retumbaban los tambores dieciochescos del Nazareno. Los faroles de hojalata de las mujeres del Nazareno. ¿existe algo mas propio que los faroles de hojalata del nazareno? , ¿y mas jerezano?. Ni los tocados típicos de antiguas usanzas, ni la peculiar figura del Marquillo y ni mucho menos, la casi perdida forma de portar los pasos. Jerez brillaba en la luz de esos faroles, portados como bastones, por aquellas mujeres castigadas por las faenas de la vida mientras descansaban sus penas en dolorosas penitencias. El Nazareno era de las mujeres de Jerez, anónimas luchadoras que se agarraban a la fe de su sufrimiento mientras Marquillo jalaba de su almas vagabundas, misterios de la vida a través de sus ojos encerrados en los antifaces sin capirotes. Me causaba una extrañeza inusitada observar ese peculiar cortejo populoso pero a la vez tan recto y perfumado de discreción y rancio sabor. Olía a antiguo el cortejo del Nazareno. Igual que la palma de San Juan y la corona de flores de la Virgen del Traspaso. Hoy siguen las mujeres, distintas, pero quizás pidiendo lo mismo que sus madres al Jesús de sus consuelos, como agarrándose a la vida del siglo XXI con sus mismas crudezas y desventuras.

Y como si de una función teatral se tratase, se levantaba el telón y aparecía en escena otra representación completamente distinta. La Yedra era la gran desconocida para muchos niños que despertaban, con tambores y trompetas, los sueños de las horas intempestivas. Ver la Yedra era como atentar contra las reglas de la infancia, esas que no concebían el disfrute de la niñez más allá de las diez de la noche. Disfrutar de la banda que sonaba “más fuerte” que ninguna y asomarse al balcón de la diana floreada para contemplar cansados capirotes verdes era casi una misión imposible. La intimidación materna impedía año a año una mínima posibilidad de descubrir la Noche en todo su esplendor.

La Yedra era hermandad para mayores infatigables, que quizás buscaban, un recuerdo de juventud delante de los pasos, unas horas sin cansinos pequeñajos que les permitieran volver a sentir libremente un apretujón divino en calle Sol. Era la Yedra también la ocasión para llegar a la adolescencia del tonteo y de salir en pandillas. Así se descrubrían callejas nocturnas donde gustaba perderse y reírse a carcajadas por lo crudo de la situación. Los niños de aquel entonces tendríamos que esperar a ser mayores. Por eso aprendí a apreciar la mirada de esa Virgen ya de medio adulto, en mis silencios de disfrute y en los amaneceres de la Catedral. Recuerdo las incansables paradas del Arenal y la Corredera y la ingente aglomeración delante de su palio. Recuerdo el sol del Viernes Santo reflejándose en su rostro y poniendo de relieve el magno cansancio de su impronta. Recuerdo el sabor a barrio del saludo de las Angustias, imágenes que evocan otros tiempos, de cortejos desordenados y recogidas fuera de hora. Allí se hicieron cofrades muchos de los que hoy no conciben la Semana Santa sin servidores ni piñas cónicas.

La Buena Muerte era otra cosa. Para mí era hermandad de mañana, de saetas y de graznidos oriundos de las copas frondosas de Plateros y de la Porvera. Me gustaba contrastar el negro ruán de los nazarenos con el blanco radiante de las paredes encaladas de la Plaza Peones cuando tímidamente despuntaban los primeros rayos de sol. Antaño tenía esta corporación una cita ineludible con la Calle Francos y sus balcones respetuosos. Sus hachones dormidos y exhaustos. Única luz del Crucificado de Castillo que dominaba un silencio sobrecogedor de ese barrio flamenco que también sabe llorar las penas de los hombres, ¡y de qué Hombre! ya que bien lo saben sus vecinos que no creen en las Buenas Muertes. Las capas y los espartos tienen el mismo hueco reservado en las esquinas del compás y del arte. Las palmas y vítores del miércoles a la saeta profunda con bufanda en el cuello. De la Plaza oscura de la madrugada a la Mañana poderosa y fría de primavera. Se respiraba muerte en Santiago entre amaneceres de chorros rituales en la fuente y el tronchado azahar helado por el ambiente de sobrecogimiento y despedida.

Me han dicho que el Perdón ha pasado al Domingo de Ramos. Pocos recuerdos de una joven pero querida hermandad. Tan sólo esa faz joven de Cristo alejado de los cánones tradicionales. Por eso quizás tan incomprendido. Ahora lo acompaña su Madre, como antaño, pero debajo de su Palio. Quizás sea éste el principio del fin. Una Noche envidiable de exquisito lustre que se pierde por las alcantarillas de las nuevas inquietudes sociales como si Jerez se desangrara por el hastío de la gente incomprendida. Este es el espejo de sus carencias. Realidades que antes se antojaban intocables y donde se erigían como defensores a ultranza los enchaquetados del pañuelo cual brigada en defensa del Fino y el mocasín Yanko, ahora parece que se nublan en la vista de quienes pretenden, en buena lógica, menos pasos, menos oro y más vivienda o empleo. Quizás la Semana Santa poco tiene que ver con todo esto. Pero es un verdadero termómetro, prueba de su importancia, del bienestar y los problemas de la ciudad. Si mañana, dios no lo quiera, no amanecemos despidiendo a la Esperanza en su pequeña capilla de las Puertas del Sol con un bendito Sol de Viernes Santo, será que Jerez ha perdido para siempre su categoría y exquisitez para con sus gentes que tanto han recorrido sintiéndose orgullosos de su cuna y condición.

FOTOS: De la página "Semana Santa de Jerez" (JA. A. Barea)

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